lunes, 23 de enero de 2012

En torno a los zapatos del microrrelato contemporáneo

GONZALO HERNÁNDEZ BAPTISTA

Università di Torino

Este artículo es un primer acercamiento a los primeros pasos del microrrelato en español. Iremos hacia el estado de la cuestión, situándolo como género, examinando sus diferentes nombres atribuidos y siguiendo el rastro de algunas características que lo componen. Baladí sería remontarnos a la extensa transmisión oral breve, que recorre un contínuum narrativo desde el origen del logos y del mito, ya que nos quedaríamos sin espacio para poder contar lo que nos interesa. Enriquecidos nos hemos quedado -y con ello habrá que contar, sin duda- con los relatos de tradición sumeria, india, árabe o griega, seguidos de los europeos medievales. Iremos, pues, directos al grano, a la ficción breve escrita -materia y sujeto de esta sección-, género que está emparentado genéticamente con la concisión expresiva.

A día de hoy, la situación del microrrelato en español, a ambos lados del océano, como veremos, establece un pulso teórico en su resbaladiza definición; al igual que un aliento fértil y variado en su producción y difusión actuales.

Si bien es cierto que la creación breve contemporánea jalona un trazado rico de escritores, que ya iremos viendo en sucesivas entregas, podemos empezar esta presentación y remontarnos a las primeras aportaciones de Rubén Darío, Leopoldo Lugones, Max Aub, Gómez de la Serna, entre otros. A decir del crítico David Lagmanovich, los microrrelatos son “flores insólitas que comenzaron a aparecer en los invernaderos literarios”[1], y en ellos encontramos más hacedores como Jorge Luis Borges, Julio Cortázar, Juan José Arreola, Augusto Monterroso o Marco Denevi, por citar algunos autores clásicos empeñados en crear otra realidad. Pero, como coinciden escritores y estudiosos, es en los últimos treinta años cuando esta realidad narrativa ha encontrado arraigo y continuidad como género vivo, debatido y propio.

Empezaremos, para seguir una línea sintáctica, por el nombre, por su marbete como género literario. Su nomenclatura, naciente y discutida, se ha visto bautizada de varia manera según los años y creadores por los que ha ido recorriendo su andadura. El problema de la terminología nos trae a la luz una copiosa lista de artículos y propuestas que no hacen sino confirmar que este género literario tiene ambos pies puestos sobre el tapiz de la crítica. Siendo el concepto delimitado similar, el amarradero oscila.

Echando un rápido vistazo a la Europa del último tercio del siglo pasado, encontramos dos propuestas interesantes tras el efecto de nombrar y dar vida. Una la encontramos en el húngaro Itsván Örkény, que publicó en 1968 un volumen con narraciones trágicas, absurdas e irónicas, denominado Cuentos de un minuto. El mismo autor, en el prólogo, desea marcar el territorio: “Los cuentos anexos, a pesar de su brevedad, son obras de plena validez”[2]. Hace referencia a que su brevedad nos ahorra tiempo y lo ejemplifica con “mientras se cocinan los huevos pasados por agua o mientras logramos comunicarnos con el número telefónico que estamos marcando, leamos un cuento de un minuto”. Una década después, en Italia encontramos entre las creaciones fantásticas de Giorgio Manganelli sus Centuria, un compendio de cien breves novelas río. Narraciones que, usando la misma materia, nunca son las mismas.

En los años ochenta, en Estados Unidos aparecen antologías de microrrelatos con la denominación de sudden fiction y de short-short stories (historias de como máximo dos mil quinientas palabras), en las que se ha dado cabida a autores como Ernest Hemingway, John Cheever o Raymond Carver.

En cambio, si nos remontamos hasta el principio del siglo pasado, en lengua española tenemos, como es de esperar, otros nombres, indicadores todos de que un nuevo género literario se estaba fraguando. Ensayos y poemas los denominó en 1917 el mexicano Julio Torri, haciendo evidente el arco conceptual que alimenta este género. Ramón Gómez de la Serna los bautizó Caprichos. Vicente Huidobro, desde una estética diferente, Cuentos en miniatura. Y siguiendo el rastro de Raymond Queneau, la argentina Alejandra Pizarnik los calificó, sin falta de sorna por ello, textículos.

Con el andar del tiempo, el abanico se ha ido sistematizando, y de los primeros escarceos sugestivos saltamos a realidades más teóricas que fantasiosas como: minicuento, microcuento, minificción, microrrelato, cuento brevísimo, cuento mínimo, cuento microscópico, cuento frío, cuento gnómico, ficción súbita, relato ultracorto, relato hiperbreve, fábula, etc. Como ya hemos dicho, cada uno a su modo no deja de contener características anejas bajo etiquetas circundantes.

Para un acercamiento unitario, especificamos que la voz microrrelato es la que tiene mayores adhesiones en la actualidad, ya sea entre manuales de críticos, artículos de revistas o editoriales especializadas. El primero en nombrarlo de este modo fue el mexicano José Emilio Pacheco (1977). Y así lo seguiremos llamando.

Bajo estos rótulos que enlazan con la brevedad, van fermentando características esenciales. Sin llegar a decir nada aún que lo desligue del cuento, partiremos de lo básico. Un microrrelato debe contar una historia. Tras esta propuesta narrativa puede que no se articule una introducción o nudo o quizá desenlace. O, en algunos casos, ninguna de las tres. Se rompen los corsés de la tradición realista ortodoxa, como ya pasara con la llegada a puerto de las vanguardias, y los ataques suelen tomar cuerpo in medias res, cuando todo ya ha empezado, justo antes de que llegue un acontecimiento. Lo anterior -a las estructuras argumentales nos referimos-, de aparecer, puede ser de modo velado. De modo análogo sucede con las coordinadas del espacio y del tiempo, que en algunos casos, ausentes, llevan a una imprecisión geofísica. No importa dónde ni cuándo estamos. Lo que interesa es la acción. Otras veces pueden el tiempo y el espacio se camuflan tras el uso de deícticos. Así las cosas, el archiconocido “El dinosaurio” del guatemalteco Augusto Monterroso es buena prueba de ello:

Cuando despertó, el dinosaurio todavía estaba allí.

Siete palabras y un golpe de vértigo delante de nosotros. No entraremos, de momento, a reseñar las diferentes interpretaciones que este microrrelato ha suscitado. Diremos solo que aquí, como en otras ocasiones, la máxima de Baltasar Gracián[3] -lo breve, si bueno, dos veces bueno- continúa teniendo pujanza en el mundo líquido y posmoderno en el nos ha tocado sobrevivir. Quitar paja, o dar relevancia al músculo antes que a la grasa. Es decir, se trata de eliminar los recursos vacuos decorativos y acercarse al “menos es más” de los arquitectos minimalistas. La idea no es exactamente que el escritor se empeñe en quitar palabras de más, sino, más bien, que use las necesarias.

Siguiendo la luz de Juan Ramón Jiménez, y su coherente grafía, la copiosidad narrativa se desnuda hasta ser hueso: “¡Cuentos largos! ¡Tan largos! ¡De una pájina! […] El libro puede reducirse a la mano de una hormiga porque puede amplificarlo la idea y hacerlo universo”[4].

Edgar Allan Poe, padre del cuento moderno, mantenía, ya mediado el siglo XIX, que un cuento -sin duda, de extensión superior a la del microrrelato- había de leerse at one sitting, de una sentada. Ahora, entrados en el segundo decenio del XXI, el devenir narrativo, tras el cambio de paradigma que ha supuesto el siglo más corto, lo ha situado en una lectura no ya de una sentada sino de un seguro vistazo. La mirada debe encontrar la totalidad del goce que le espera. Así, en tan pequeño espacio ya delimitado, se queda abierta la puerta de la cooperación del lector.

Lo mejor, como afirma Luis Landero, lo mejor es que el autor componga “como prosa breve lo que en realidad es un libro poco menos que interminable”[5].

Observamos que en una buena parte de los microrrelatos se compone el hecho narrativo con actores sin catalogar. La construcción de los personajes tampoco se presenta, pues, como un hito ni como piedra de toque que nos revele la textura del microrrelato. Es más, es que no hay tiempo para ello. Y, por otra parte, dudamos de que llegue a ser fundamental para este género que se configura poniendo el acento en otros parámetros, como la condensación y la rapidez (la rapidità sobre la que disertó el accidentalmente cubano Italo Calvino en las Seis propuestas para un nuevo milenio). Muchas veces estos personajes son modelos genéricos, sin una denominación específica, por lo que suelen aparecer incluso sin nombre propio alguno. Javier Tomeo, además, en sus Historias mínimas, desvirtúa la generalidad del nombre común y le atribuye al personaje el valor descriptivo que encierra el sustantivo. Sus personajes responden a Hombre, Mujer, Campesino, Madre, Niño, etc. De ahí entendemos que tampoco la narración de los delineamentos físicos vaya a tener valor catalizador bajo el imperativo de la inmediatez.

Se va entendiendo poco a poco que el plano de la acción tiene cancha suficiente para jugar ella sola un partido. Pero no todos los textos breves pueden hacerlo. Muchas veces se emparenta el microrrelato con la fábula, el poema -especialmente el haiku-, el aforismo, el graffiti o el mensaje publicitario. Breves son y breves siguen siendo. Se les juzga por otros valores y se les podrá llamar de otro modo: microtextos, por ejemplo. Un microrrelato, en cambio, requiere una acción sumamente concentrada[6]. Puede haber trazo magistral, emoción, concisión de estilo, ironía, lector cómplice, etc. Pero en su adn motriz, y aquí radica su originalidad, aparece la narración de una historia.

Al igual que en los guiones de cine de taller, la historia que se presenta ha de manifestar un cambio de la situación inicial. En algunos, de construcción más sofisticada, se le llega a dar la vuelta a la tortilla completamente. Este punto de inflexión narrativo o momento crucial llega por medio de una acción concreta o de un acontecimiento. Podemos recordar una composición del leonés Luis Mateo Díez, titulada “El sueño”:

Soñé que un niño me comía. Desperté sobresaltado. Mi madre me estaba lamiendo. El rabo todavía me tembló durante un rato.

Este texto lo apreciamos por la concentrada brevedad, pero no solo, también porque es un claro ejemplo de la inversión semántico estructural identitaria. El yo narrativo se nos transfigura. Nos convertimos en un animal, en un cachorro de fiera, gracias -especialmente- a su final abierto y sorpresivo. Se nos queda aún presente, tras la lectura, la intensa imagen de un mundo más. Como vemos, el microrrelato avanza a buena velocidad en su desarrollo; en cambio, puede perdurar mucho en la memoria del lector.

Y quizá es aquí, más que en otros géneros narrativos, que vemos necesario notar el valor portante del título. Se ha superado, en la mayoría de los casos, el marchamo de título como resumen conceptual de lo que se va a desarrollar en breve; y nos topamos con una palabra clave (o conjunto de ellas) que nos amplía el contenido, un elemento que nos puede servir de asidero en la frenética sucesión de acontecimientos. Títulos tales como El otro, Mi sombra, Identidad, Fin, La montaña, Doble vida, etc. Pero también podemos señalar, por el contrario, una composición de la argentina Luisa Valenzuela, cuyo título largo agrupa más palabras que el cuerpo del texto y, asimismo, nos introduce de lleno en su ambiente. La composición se titula “El sabor de una medialuna a las nueve de la mañana en un viejo café de barrio donde a los noventa y siete años Rodolfo Mondolfo todavía se reúne con sus amigos los miércoles a la tarde”, y el cuerpo del texto reza: Qué bueno.

Ya tenemos en el aire varios elementos necesarios -género propio, aspecto narrativo, brevedad, inicio, cierre y título- para poder acercarnos a una propuesta de definición. Entendemos el microrrelato como un género literario independiente, en cuya narración premia la concisión y la capacidad de sugerencia para llegar a un final -abierto o cerrado que sea-, que se articula siguiendo una serie de rasgos formales, temáticos y pragmáticos, coincidentes, a veces, con el cuento. Entre ellos podemos resaltar la elipsis, la ambigüedad, la parodia, la paradoja, los juegos lingüísticos, la precisión del lenguaje, el ingenio o el humor. Aunque, quizá, sea el guiño a referencias explícitas el motor que exige mayor bagaje para sus lectura. El microrrelato es una obra abierta que requiere un lector activo, acostumbrado, cómplice.

Ya que traemos a colación la intertextualidad, podríamos ver cómo el género se retroalimenta de su misma savia. Los llamados clásicos fecundan nuevos ecos. Tengamos presente el Dinosaurio de Augusto Monterroso, que hará las veces de hipotexto en sucesivos homenajes. Así encontramos de Eduardo Berti el micro titulado “Otro dinosaurio”:

Cuando el dinosaurio despertó, los dioses todavía estaban allí, inventando a la carrera el resto del mundo.

Esta filiación da lugar a curiosidades en las que a veces se riza el rizo, llegando a algo más, y le damos una vuelta de tuerca al planteamiento. Y el gallego José María Merino, en sus Días imaginarios, nos presenta el micro “Cien”:

Al despertar, Augusto Monterroso se había convertido en un dinosaurio. “Te noto mala cara”, le dijo Gregorio Samsa, que también estaba en la cocina.

Como se está viendo, el cultivo y análisis del nuevo género narrativo avanza imparable en las últimas décadas. Ha sido fundamental la visión y el tesón de antólogos que, en libro o en revista, han ido compilando voces propias del microrrelato, como el mexicano Edmundo Valadés y, años más tarde, el argentino Mempo Giardinelli.

A día de hoy debemos el estatus obtenido, además de a las creaciones de los autores, junto a la plataforma anteriormente citada, a críticos como David Lagmanovich, Fernando Valls, Irene Andres-Suárez y Violeta Rojo, entre tantos otros, cuya nómina y referencia irán apareciendo en los próximos números.

Aún nos queda por ver con detalle una nómina de autores clásicos y recientes; las poéticas que ellos mismos han ido desarrollando en su labor creativa; la muestra y el comentario de algunos fragmentos necesarios para fundar un canon; las publicaciones y las editoriales especializadas; los congresos anuales en los que se debate sobre el estado de la cuestión; y un somero mapa en el se ve van dibujando las líneas estéticas que conforman este género tan apetitoso como apetecible. Pero todo esto será, como esperamos que sea, en la próxima ocasión.

Como pañuelo de despedida, por ahora, señalamos un micro del argentino Antonio di Benedetto y parecido en Cuentos del exilio (1983), titulado “La seducción”:

El hombre logra en sueños lo que no logró despierto: seducir a una mujer carnal, perfumada y esquiva.

Lo despierta un golpe en las costillas: la esposa, que duerme con él, le ha hundido el codo en el costado.

Ha soñado que el marido se ha dejado seducir por una mujer carnal, perfumada y esquiva, a quien ella no conoce.

El universo concebido en el ojo de una aguja o quizá en algo de mayor tamaño. Hacia allá va la punta de la flecha del microrrelato. Un nuevo modo de trabar la realidad. Todo un arte de la prudencia, los microrrelatos. Una voz propia de cuentos menguantes. Y aquí lo dejamos, por ahora, por no pecar de inerte prolijidad.



[1] David Lagmanovich, La otra mirada. Antología del microrrelato hipánico, Menoscuarto, Palencia, 2008.

[2] Itsván Örkény, Cuentos de un minuto, Thule ediciones, Barcelona, 2006, p. 5

[3] Baltasar Gracián, Oráculo manual y arte de la prudencia: Aforismos, Castalia, Madrid, 1993.

[4] Juan Ramón Jiménez, Cuentos de antolojía, prólogo y notas de Juan Casamayor, Clan, Madrid, 1999.

[5] Luis Landero, Entre Líneas: El cuento o la vida, ed. Tusquets, col. Andanzas, 2000, p. 131.

[6] Víd. Rebeca Martín y Fernando Valls, eds., “El microrrelato español: el futuro de un género”, Quimera, 222, nov. 2002, pp. 10-44.

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